jueves, 15 de abril de 2010

El filósofo meditando - Rembrandt

Me adentro en busca de un reflejo instantáneo de una idea, dentro de un pozo que va quedándose sin luz en sus profundidades, un pozo oscuro que no es más que la propia infinidad tenebrosa de la conciencia, un pozo aparentemente sin fondo que me abstrae de la realidad. Lo que antes parecía tan cercano y tangible va difuminándose ahora como gritos ahogados en el pozo. La antigua lámpara de luz anaranjada que tantos muertos había revivido entre páginas amarillentas y tinta negra roída por el tiempo, la misma que ahora me observa con avidez, intentando retornarme al mundo que ella cree verdadero.

- Inténtalo, querida, inténtalo todas las veces que quieras, que yo seguiré danzando en las tinieblas, buscando un lugar seguro en el que no exista esta pesadez ambiental que tanto te gusta.

Y más allá de la lámpara, un ventanal medio abierto, que la noche convierte en inservible, pues no consigue iluminar la habitación más que con los residuos que dejan las farolas de la calle. La mirada va desviándose un poco más abajo, un poquito nada más, y a los pies de la ventana, un sinfín de libros desordenados, amontonados sin sentido, abiertos por páginas en ningún caso aleatorias, llenas de marcas de la avidez del lápiz en su continua búsqueda de nuevas verdades. Una vela para facilitar la lectura, que desprende un olor a flores de lejanos campos aún vírgenes e intocables, apoyada sobre la mesa de madera rugosa y arisca, que raspa las yemas de los dedos al intentar recorrerla. De fondo, un cántico caótico de cierto instrumento de viento que se retuerce en la dificultad introspectiva, que cae de repente y vuelve a levantarse de nuevo con una incesante armonía, que vuelve a ascender hacia los niveles más altos de la belleza incorpórea, y nos eleva entre delicados colchones de ingravidez. Y la música se amalgama progresivamente con las diversas luces que dominan la habitación, con el olor a libertad putrefacta y madera carcomida de tantos años, de tantos libros y tanta ambición. Cerramos los ojos, y en un ejercicio de autoconciencia vislumbramos la oscuridad más certera, más real y verdadera que cualquier frágil y artificiosa lámpara de cristal.

Y ahí es cuando aparece el Camino.

Una larga escalera de caracol que se concentra en sí misma al ritmo de la música y va ascendiendo hacia la oscuridad más hermosa. ¿Qué encontramos si ascendemos, con qué esperamos topar en los más recónditos parajes de nuestro espíritu? ¿A qué nos llevará esta meditación momentánea? ¿Acaso al conocimiento profundo del mundo, a la comprensión de la realidad inefable, de la belleza, de Dios? Por ahora sólo sabemos que habiendo escapado de los estímulos sensoriales, nos encontramos más allá, alejados de todo contacto con la realidad y al mismo tiempo más cercanos a nuestra esencia, a nuestro carácter atemporal e inabarcable. Sólo sabemos que poco a poco, vamos acercándonos cada vez más a esa unidad indivisible e inexplicable, y que la habitación ha dejado de tener sentido, y que al fin y al cabo, sólo nos es necesaria esa indefinible escalera que se adentra en la oscuridad.

2 comentarios:

Román Sánchez dijo...

Pese a tu habitual carga masiva de atributos que censuran la libertad del lector y lo hacen circular por el estrecho camino imaginativo y sensorial que te empeñas limitar a tu medida-cabe esta crítica también en mis textos-, el primer párrafo es espectacular.
Y al hablar de la música, por fin te he visto entender ciertas cosas que te han hecho convertirte en música y no en intelecto.
Todo el párrafo es genial, de verdad, me encanta.

gloria dijo...

Román +1.

jo crec que has de provar de deixar-ho fluir més, deslluirar al llenguatge de les cadenes; les que tu li imposes i les que ja té per naturalesa.
però el fons i la idea és genial oscar, m'ha agradat moltmolt. i a més a més, acompanyat de Rembrandt. Olé.